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viernes, 18 de mayo de 2012

Delacroix y El Club de los Filósofos Asesinos



El cuadro La Libertad Guiando al Pueblo, obra universalmente célebre de Delacroix, juega un papel sumamente importante en El Club de los Filósofos Asesinos, novela en que la venganza personal y solitaria de Henri Gaumont, un creativo publicitario francés, y el deseo de venganza universal de Pierre Cassel, un marchante de arte, confluyen por dictado del azar o el destino.


Fragmento de "El Club de los Filósofos Asesinos", que será editada el próximo 22 de mayo. por MR

   Con las manos unidas a la espalda, Pierre ascendió tranquilo los tramos de escalera que conducen a la segunda planta del ala Sully del Louvre, dedicada por completo a la pintura francesa de los siglos XVII, XVIII y XIX. Se detuvo en actitud reverente ante el cuadro pintado por Eugène Delacroix en 1830, mundialmente conocido como La Libertad guiando al pueblo.

   —Este es el triunfo del pueblo, Henry; el pueblo arremetiendo, en un sublime rapto de ira, contra la intransigencia, el engaño, el despotismo y la supresión de libertades —reflexionó trascendente—. No refleja únicamente el alzamiento contra Carlos X aquel 28 de julio en París. Eso es anecdótico. Su fuerza es tremenda, universal, y simboliza cualquier lucha pasada, presente o futura que deba librarse. Como seguramente sabes, el propio Delacroix, romántico hasta la médula, quiso unirse a la insurrección en la que no pudo participar, y se pintó con sombrero y fusil, vestido de burgués, en primera línea de combate. Él pertenecía a la alta burguesía, pero abominaba de la mezquindad y cortedad de miras de los de su clase...
   A pesar de que Henry había admirado esa obra en infinidad de ocasiones, su carga dramática adquiría tintes épicos bajo el hipnótico soliloquio de Cassel. Era imposible permanecer indiferente ante esa avalancha de seres furiosos. Ante el cuadro, solo cabían dos opciones. Unirse a la revuelta o ser aplastado por ella.
   —Ahí están todos —continuó Pierre—: El burgués bien pensante, el harapiento, el proletario, el joven sin futuro, siguiendo la estela de esa libertad alegórica que es nuestra Marianne; dispuestos a bañarse en sangre, a triunfar o a morir en el intento... ¿No te parece hermoso?
   Henry no se esperaba esa pregunta.
   —Sí, definitivamente lo es. Su ira es justa y sagrada... —admitió.
   —Los hechos históricos que plasmó Delacroix desencadenaron alzamientos similares por toda Europa en las siguientes semanas. Pueblos revolviéndose, aquí y allá, contra reyes despreciables que no merecen ni el aire que respiran. Los franceses cortamos una de las cabezas de la maldita Hidra; los rusos, otra...
   —Eso ya no volverá a suceder, Pierre. Sé lo que estás pensando. Olvídalo. Es una utopía. Los reyes que restan solo son un esperpento, un vestigio vergonzoso. Hoy la Hidra es otra serpiente, infinitamente más sibilina y poderosa —desestimó Henry—. El mal ha proliferado, es una lepra universal, está en todas partes. Y no tiene cabeza visible. Nadie está a cargo de este maldito mundo...
   Ante la observación, Pierre asintió admirado. Sin mediar palabra tomó a Henry por el brazo y le invitó a sentarse en un bancal situado frente al óleo de Delacroix.
   —Exacto. Erradicarlo es prácticamente imposible, y solo podemos aspirar a combatirlo allá donde lo encontremos... —reveló con aire mesiánico.

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